En ocasiones, cuando he terminado de explicar con todo detalle las razones por las que reivindico plenamente todas mis pertenencias, alguien se me acerca para decirme en voz baja, poniéndome la mano en el hombro: “Es verdad lo que dices, pero en el fondo ¿qué es lo que te sientes?”.
Durante mucho tiempo esa insistente pregunta me hacía sonreír. Ya no, pues me parece que revela una visión de los seres humanos que está muy extendida y que, a mi juicio, es peligrosa. Cuando me preguntan qué soy “en lo más hondo de mí mismo”, están suponiendo que “en el fondo” de cada persona hay sólo una pertenencia que importe, su “verdad profunda” de alguna manera, su “esencia”, que está determinada para siempre desde el nacimiento y que no se va ha modificar nunca; como si lo demás, todo lo demás –su trayectoria de hombre libre, las convicciones que ha ido adquiriendo, sus preferencias, su sensibilidad personal, sus afinidades, su vida en suma-, no contara para nada. Y cuando a nuestros contemporáneos se los incita a que “afirmen su identidad”, como se hace hoy tan a menudo, lo que se les está diciendo es que rescaten del fondo de sí mismos esa supuesta pertenencia fundamental, que suele ser la pertenencia a una religión, una nación, una raza o una etnia, y que la enarbolen con orgullo frente a los demás.
En días grises y después de releer en los discursos del presidente del paisito lo de los 7.000 años de historia y otros tantos que nos quedan por cumplir si mantenemos intacta la identidad fetén, la profunda, la que nace de la tierra y nunca, nunca, nunca cambia, pues que me he cogido a Maalouf y comencé a releer Identidades asesinas para oxigenarme un poco y celebrar que éste es mi post casi 300, que también puede ser motivo de nostalgia.
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