lunes, marzo 19, 2012

La felicidad de la Nación

El artículo 13 de la constitución Española de 1812 le adjudica al gobierno el objetivo del título. El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen.



En el número 220 de la revista Claves correspondiente a Marzo de 2012 escribe el catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago Roberto L. Blanco Valdés un extenso e interesante artículo. Del primer capítulo Inventar la historia ...  y destruirla copio lo que sigue:
.... Ernest Gellner describió hace tres décadas el guión característico de la evolución de un nacionalismo con tanta plasticidad como sentido del humor:: el objetivo que Gellner perseguía no era otro que el de ejemplificar el camino que ha de recorrer el verdadero nacionalismo para alcanzar sus objetivos, camino en el cual la forja de una historia nacional -con sus fastos efemérides y héroes- resultaría un elemento indispensable.

Pero en España, fiel a su vocación de dar la nota en estas cosas, no sólo los nacionalistas se han lanzado en barrena a rebuscar en los baúles del desván antiguos trajes de gala con que vestir de tiros largos las necesidades del presente, sino que no hay región del país, gobierne en ella quien gobierne, que no haya dedicado esfuerzos notables -y presupuestos siempre generosos- a escudriñar en los rincones de su pasado para tratar de encontrar una batalla (aquí una victoria sirve igual que una derrota, la primera como acto fundador, la segunda como agravio), un poeta heroico, un escritor maltratado, un monumento expoliado y, en una palabra, un patriota o un hecho patriótico para, ya convertidos en tinta negra sobre blanco papel de tesis doctoral o libro ricamente editado por la consejería autonómica de turno, utilizarlos de ladrillos con los que construir una identidad regional propia que oponer a la común.
Reflexiona luego sobre el localismo que se le está dando a la celebración del bicentenario de la primera Constitución española digna de tal nombre y que contrasta con el total desinterés de las instituciones del Estado central y de las restantes comunidades españolas, como si no fuera con ellas; algo inimaginable en la celebración de sus precedentes, la revolución francesa o la constitución de los Estados Unidos. Nadie se imagina esas celebraciones exclusivas en París o Filadelfia. 
Reivindica Blanco Valdés el texto de 1812 como una avanzadilla del constitucionalismo europeo y fundamenta el alumbramiento del Estado nacional  y la limitación de los poderes del rey, que le excluyen el poder suspensivo al fijar constitucionalmente la reunión anual de cortes durante tres meses sin que hubiera de convocarlas o pudiera disolverlas.
Se pregunta finalmente: ¿Por qué, pues, el desapego actual hacia aquella ingente obra política y constitucional que nos conecta con uno de los proyectos más dignos de admiración en un pasado lleno de quebrantos? Quizá porque en la atmósfera de Cádiz estaba también un proyecto de nación española -esa a la que se refiere el artículo citado- que hoy impugnan  quienes niegan su existencia, quienes hacen juegos malabares con la supuesta polisemia de un término que designa una realidad inapelable y quienes viven a costa de actuar como si la nación común fuera una entelequia.
Lean a Blanco Valdés  especialmente en este artículo y en su libro Nacionalidades históricas y regiones sin historia.


Que viva la pepa