Publica hoy en La voz de Galicia Roberto Blanco Valdés un artículo que me parece necesario y del que quiero dejar constancia aquí en el rincón.
Como el Nautilus del capitán Nemo, también la nación española ha vivido sumergida, sin casi atreverse a salir a la superficie, durante las últimas tres décadas. De hecho, su silencio era, si cabe aún, más llamativo a la vista de las expresiones públicas constantes de nacionalidades y regiones. Y es que desde que se inició la transición, y ante el empuje de las reivindicaciones nacionalistas o regionalistas que se fueron extendiendo por doquier, la de España como nación que acoge a todos pareció pasar a mejor vida. Podría decirse de un modo claro aunque, aparentemente, paradójico: desde 1978, las expresiones de la nación española han brillado por su ausencia.
Lo que ha habido aquí han sido, primero, Días da Patria Galega (O Días de Galicia) y Diadas y Aberri Egunas; y, más tarde, Días de Andalucía, Murcia o Aragón, junto (no frente, sino junto) a los cuales la oferta nacional española era, admitámoslo, poco sugestiva: Días de las Fuerzas Armadas, institución que no suele levantar grandes pasiones en parte alguna del planeta; y Días de la Constitución, documento que solo las levanta en algunos lugares, como Estados Unidos, donde la gesta constitucional aparece inextricablemente unida a la construcción del Estado nacional.
Por eso, lo que ha ocurrido en España entre el domingo pasado y este lunes resulta un punto y aparte y pone de relieve que, con la renovación generacional, algo había nacido en España aunque no hubiera tenido todavía la ocasión de mostrarse para que lo viera, literalmente, todo el mundo.
El domingo en el conjunto de España, y el lunes en Madrid, varios millones de personas de todas las edades, aunque mayoritariamente jóvenes, llenaron las plazas de pueblos y ciudades para manifestar su alegría porque la selección española de fútbol ganase para ellas un mundial. Lo han hecho agitando docenas de miles de banderas españolas y gritando «¡Viva España!» y «¡Viva la roja!» en una muestra de unidad que solo sorprende por lo históricamente inusual. Lo mismo hubiera ocurrido en Paraguay, en Brasil, en Holanda o en Alemania, pero allí, al contrario que aquí, a nadie le habría llamado la atención.
Por eso hay que destacarlo: porque hay una generación entera que no tiene ya vergüenza o prejuicio alguno en expresarse como española y en agitar algunos de los símbolos comunes. Una generación que considera que ese sentimiento es compatible, sin la más mínima contradicción, con otras pasiones o amores regionales o locales. Una generación, en fin, que, por fortuna, y eso es sin duda lo mejor, no reivindican a España contra nadie, lo que demuestra una modernidad y generosidad de la que carecen, en general, y por desgracia para todos, nuestros nacionalismos interiores.
Como el Nautilus del capitán Nemo, también la nación española ha vivido sumergida, sin casi atreverse a salir a la superficie, durante las últimas tres décadas. De hecho, su silencio era, si cabe aún, más llamativo a la vista de las expresiones públicas constantes de nacionalidades y regiones. Y es que desde que se inició la transición, y ante el empuje de las reivindicaciones nacionalistas o regionalistas que se fueron extendiendo por doquier, la de España como nación que acoge a todos pareció pasar a mejor vida. Podría decirse de un modo claro aunque, aparentemente, paradójico: desde 1978, las expresiones de la nación española han brillado por su ausencia.
Lo que ha habido aquí han sido, primero, Días da Patria Galega (O Días de Galicia) y Diadas y Aberri Egunas; y, más tarde, Días de Andalucía, Murcia o Aragón, junto (no frente, sino junto) a los cuales la oferta nacional española era, admitámoslo, poco sugestiva: Días de las Fuerzas Armadas, institución que no suele levantar grandes pasiones en parte alguna del planeta; y Días de la Constitución, documento que solo las levanta en algunos lugares, como Estados Unidos, donde la gesta constitucional aparece inextricablemente unida a la construcción del Estado nacional.
Por eso, lo que ha ocurrido en España entre el domingo pasado y este lunes resulta un punto y aparte y pone de relieve que, con la renovación generacional, algo había nacido en España aunque no hubiera tenido todavía la ocasión de mostrarse para que lo viera, literalmente, todo el mundo.
El domingo en el conjunto de España, y el lunes en Madrid, varios millones de personas de todas las edades, aunque mayoritariamente jóvenes, llenaron las plazas de pueblos y ciudades para manifestar su alegría porque la selección española de fútbol ganase para ellas un mundial. Lo han hecho agitando docenas de miles de banderas españolas y gritando «¡Viva España!» y «¡Viva la roja!» en una muestra de unidad que solo sorprende por lo históricamente inusual. Lo mismo hubiera ocurrido en Paraguay, en Brasil, en Holanda o en Alemania, pero allí, al contrario que aquí, a nadie le habría llamado la atención.
Por eso hay que destacarlo: porque hay una generación entera que no tiene ya vergüenza o prejuicio alguno en expresarse como española y en agitar algunos de los símbolos comunes. Una generación que considera que ese sentimiento es compatible, sin la más mínima contradicción, con otras pasiones o amores regionales o locales. Una generación, en fin, que, por fortuna, y eso es sin duda lo mejor, no reivindican a España contra nadie, lo que demuestra una modernidad y generosidad de la que carecen, en general, y por desgracia para todos, nuestros nacionalismos interiores.
Salud
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